jueves, 21 de febrero de 2008

Quedarse "pegado en la nota"

Actualmente, los habitantes de la región centro-norte de Venezuela solemos utilizar la expresión "no te quedes pegado" como resumen de la frase ochentera "no te quedes pegado en la nota".

Cuando alguien "se queda pegado en la nota" decimos que es "un pegado".

¿Qué es "La nota"?

Generalmente los adolescentes y muchos hasta en edad en la que deberían actuar según criterios que reflejen madurez, sumergidos en un mar de modas y contenidos massmediáticos frecuentemente importados, imitan las usanzas de lo que a todas luces se muestra como irreverente, atrevido, audaz, lúdico, sexualmente irrefrenable, prohibido, etc.

Se ponen de manifiesto frases de doñas de edificio clase media empobrecida como:

"Es que lo malo es lo que se pega"

"A mí nunca me gustó la juntica con ese muchachito"

"La juventud aguanta todo"

Precisamente es aquí donde radica el punto álgido de mi reflexión: La juventud lo aguanta todo pero no dura para siempre, de modo que cuando los hombres y mujeres "se quedan pegados en la nota", pasan los años y continúan actuando como adolescentes, se ponen de manifiesto entonces las siguientes expresiones:

"Ese viejo es un pavo bisoño, o sea, que no es pavo, ni joven ni un coño"

"Mira esa vieja ridícula que anda con ese carajito, ¡hasta podría ser su hijo!":
Generalmente el chico que acompaña a la señora es su hijo y no un joven proxeneta que cobra regalías por sus favores sexuales... pero se han visto casos.

Bueno, tratar de explicar algo tan complicado como "quedarse pegado en la nota" es una empresa difícil, más aún cuando el venezolano (y vuelvo con aquello de que somos una vaina seria e incomprensible) no le gusta sentirse viejo sobre todo en este país donde pasamos toda la juventud trabajando y tratando de "ser alguien" para luego disfrutar los churupitos (dinero ahorrado) y la cada vez más difusa "estabilidad económica" cuando ya hemos sobrepasado los 40 años...

Eso si tienes suerte, porque esta es otra característica nuestra: nos encanta alimentar la fantasía de que algún día "me puede tocar a mí", algún día "la voy a pegar del techo", algún día "voy a ser millonario", y olvidamos que hay que trabajar duro, muy duro... créanme, muy duro.

Total que después de viejos es cuando andan con la vaina de comprarse la moto que siempre quisieron y levantar carajitas (flirteando con chicas de ventitantos años), las viejas se ponen las tetas y no salen de un gimnasio, o en el mejor de los casos, emplean términos "en onda" (joviales) para tratar de acercarse a los hijos y "ser su amigo".

El mejor ejemplo de "quedarse pegado en la nota" que encontré está en los siguientes videos:

Video de la década de los 80. Si se fijan bien pueden notar que el chico al que Trino Mora le arrebata a todas las "nenas" con su rock and roll sesentoso es nada más y nada menos que.... Tinedo Guía.


Este es Tinedo Guía en la actualidad: NO se quedó pegado en la nota


... y este es Trino Mora en la actualidad














Pero esto no explica lo que es "quedarse pegado", tan sólo es un reflejo de la sociedad venezolana segmentada en su clase media venida a menos. Lo cierto es que ahora recuerdo aquella canción de El Tri, grupo mexicano que logró hacer universal y comprensible este sentimiento:


"Es la nostalgia de fin de siglo
y todo el mundo quisiera el tiempo poder regresar,
y revivir los recuerdos y los buenos tiempos
porque recordar es vivir y todos queremos vivir más"

lunes, 11 de febrero de 2008

EL SENTIDO COMÚN DEL VENEZOLANO / Nuestra viveza criolla es una “vaina seria”

La verdad es que los venezolanos tenemos una personalidad bastante peculiar, solemos exhibir conductas diametralmente opuestas a la lógica racional como “comernos la luz” pasando rapidito cuando se acaba de poner el semáforo en rojo y tener el descaro de devolverles a gritos –¡mentando madre a todo gañote!– el sinfín de epítetos y descalificativos en general que nos propinan los demás conductores, obviamente molestos, pero que habrían hecho lo mismo.

Habrían hecho lo mismo porque también son venezolanos y de alguna forma pensamos igual, por alguna descabellada razón que ni los sociólogos ni el más rancio de los antropólogos ha logrado explicar cabalmente.

LO MALO ES LO QUE SE PEGA

No digo que todos encajemos perfectamente en este paradigma de la deshonra y la desfachatez venezolana, más bien lo considero una especie de “gen” que se va desarrollando a fuerza de vivenciar todos los días y en distintas personas de nuestro entorno este tipo de situaciones a lo largo de nuestra existencia en mi hermoso país. Es inevitable porque lo llevamos en la sangre.

“Total, ¿a quién coño le importa?”

“Total, esta vaina no es mía”

“Total, mañana es sábado y no trabajo”

En distintos niveles así piensa el denominador común del venezolano, sin embargo no todo es malo. Este modo de pensar le ofrece al venezolano ciertas herramientas para enfrentar las adversidades y salir victorioso, lástima que en su búsqueda por ganar a toda costa comete actos tan ingeniosos como necios.

Podría enumerar muchísimas señas que nos caracterizan porque el tema es una fuente inagotable, recurso altamente renovable, pero prefiero dosificarlas en próximas entregas.

Los invito a dejarse seducir por estas imágenes que capturé en Puerto La Cruz, Edo. Anzoátegui, durante las pasadas fiestas carnestolendas, con las que intentaré ilustrar mi sucinta descripción de nuestra idiosincrasia.



miércoles, 6 de febrero de 2008

El Remolcón de la Mañana


Hay días en los que levantarse de la cama es el primer error que se puede cometer. Esos días en los que todo pareciera estar en su sitio, todo en su santo lugar: los pajaritos cantan, la vieja se levanta, los autobuses esparcen su venenoso hollín y yo lo respiro con gusto y resignación, los taxistas mentan madre, los peatones también, en fin, todo angustiosamente normal.
Pues esos días son los más temibles.

Decidí aprovechar los primeros y tímidos rayos del sol de aquella fría mañana para salir a hacer unas pocas diligencias domésticas cerca de mi casa, con la ingenua idea en mente de regresar temprano e iniciar la jornada frente al computador a golpe de ocho de la mañana “y así no perder tanto tiempo”…

Ese es el segundo error del día: Creer que vas a regresar rapidito cuando tienes mil vergas que hacer es sencillamente una soberana estupidez, sobre todo en esta ciudad de carroñeros perversos.

- Pa’ ver, ¿qué falta por comprar?... ummm ¡LECHE!, coño, no hay leche. ¿Será que me lanzo pal supermercado? ¡Qué leche si de pana consigo leche!

En estos días los alimentos escasean por cualquiera que sea la razón y de quienquiera que sea la culpa: que si de Chávez, que si de los productores de leche, de la oposición y los 40 años de puntofijismo, del movimiento estudiantil burgués, de los jóvenes patriotas bolivarianos, de la CIA o de la creciente boliburguesía jalamecate que ofusca el raciocinio del Ejecutivo nacional.

No importa porque lo cierto es que no hay leche. Mientras en la televisión se pelotean culpabilidades, la titánica tarea de buscar esta proteína no es juego de carritos ni es como comprar chucherías, no señor.

Primera parada: la farmacia

Segunda parada: el supermercado

Tercera parada: el CEN de Acción Democrática

Culminé mis compras en la farmacia con asombrosa rapidez, me atiborré de medicina para la gastritis y llevé un aceite que se calienta al frotarse para innovar en la intimidad. “¡Una maravilla!”, pensé.

En la vía hacia el supermercado me divertí pensando en los múltiples usos de aquel mágico lubricante, la fantasía estalló en decenas de trocitos cuando no encontré puesto en el estacionamiento para clientes. No vi otra alternativa que aparcar en frente.

Aquí debo hacer un paréntesis para explicarles que justo frente a ese supermercado sobrevive el edificio donde habita el dinosaurio que se niega a extinguir, padre de la democracia y el bipartidismo criollo: la guanábana. Para algunos representa la nefasta reminiscencia de “cuarenta años de puntofijismo” (Frase popularizada por nuestro Jefe de Estado), para otros es parte de una esperanza. Nada más y nada menos que el CEN de Acción Democrática.

El escalofrío que me produce pasar frente al Comité Ejecutivo Nacional de AD solamente puedo compararlo con la vez que fui a ver en el cine la versión reeditada de El Exorcista.

Linda Blair con la cara hecha un vómito sangriento arrastrándose escaleras abajo con su cuerpo tumbando en forma de araña mona y emitiendo un sonido diabólicamente gutural es la misma imagen que el presidente Chávez crea en mi mente cuando explica que toda nuestra desdicha no es culpa de nosotros mismos, de nuestra desidia, de nuestra incapacidad de cumplir las leyes, NO, según mi Presi la causa de todos nuestros males radica en los “40 años de puntofijismo” marcados por un libertino desfalco a la riqueza de nuestra nación, acto infame que aún conserva las huellas frescas de adecos y copeyanos.


En pocas palabras entiendo, pues, que Chávez es una consecuencia y que a la historia política y social de Venezuela le tocó vivir este proceso gracias a 40 años de un pacto de Punto Fijo donde los partidos políticos se repartieron el país a finales de la década del cincuenta luego de derrocar al dictador, General Marcos Pérez Jiménez, tras una lucha en la clandestinidad y el exilio por seis años y blah blah blah...

En fin, luego de cavilar brevemente sobre la pava que pudiera caer sobre mi alma desgastada, estacioné el Century año 85 frente a la “tolda blanca” delante de un inmenso camión que descargaba verduras. Aunque desconfiaba pensé: “esta calle es muy transitada, no creo que ningún malhechor intente robar mi carcachita que fielmente aún me lleva y me trae”…

Este es el tercer error del día: Creer que tu carro es viejo y por eso no lo buscan los malandros para robárselo

Si hubiese calculado el tiempo que me tomó entrar colmado de esperanzas y salir cabizbajo y abatido tan sólo con un melón y una bolsa de preparado de imitación de sólidos lácteos y proteína de soya que NO ES LECHE, me atrevería a afirmar que no tardé más de quince minutos.

Al acercarme a la salida del estacionamiento y ver que mi carro no estaba sentí el típico susto del caraqueño que es víctima del hampa común justamente cuando decide deslastrarse de las paranoias infundadas por el noticiero de las 9 PM.



- ¡COÑUELAMADRE ME ROBARON EL CARRO! – Grité muy fuerte en silencio dentro de mi cabeza.

Desesperado me acerqué a una bodeguita atendida por un viejecito bonachón a quien consideré presunto testigo presencial del delito.

- ¡Buenos días, señor! ¿Usted no vio un carro parado ahí? – señalé tembloroso, creyendo que al voltear mi carro aún estaría allí como si todo hubiese sido producto de una alucinación, una jugarreta de mis estropeadas células dopaminérgicas.

- Ay, sí. Yo vi cuando se lo llevaron. Es que son unos abusadores que se llevan el carro de todo el mundo, mire el suelo que seguro le pusieron “Tenería”, ahí dejan los carros. – Explicó con acento portugués que no intentaré reproducir.

- ¿SE LO LLEVARO PA’ DÓNDEEEE?, ¿O sea que no se lo robaron? – Respiré aliviado– Pero se lo llevó la grúa en cuestión de segundos como los propios ladrones.

Tenería

No sé porqué hay inmigrantes lusitanos que tienen más años que yo viviendo en Venezuela (y eso que yo nací aquí) y aún no aprenden bien a hablar español. En su dialecto de cotidianidad bodeguera, el viejecillo bondadoso me explicó que mi vehículo había sido remolcado por una grúa conducida por un par de desalmados: Un gordo inmenso que se encarga del trabajo pesado (enganchar y remolcar el vehículo) y un fiscal de tránsito que hace el trabajo sucio (validar la supuesta infracción), ellos siempre dejan escrito con tiza en la acera el nombre del estacionamiento adonde van a parar los carros de aquellos desafortunados y desprevenidos conductores. “Tenería”.

Con pálido y desganado trazo, la palabra “Tenería” yacía sobre la acera como evidencia de aquel descaro. Pregunté de nuevo al viejecillo y con la arrechera que agarré ya me había empezado a marear, lo que me hizo ver a aquel hombre como una suerte de pitoniso de cuento de hadas.

Me dijo que Tenería quedaba en Puente Hierro, a la vez que me aconsejó llevar suficiente dinero en efectivo como para sobornar a los funcionarios de tránsito; que les entrara “por debajito"; que no me les alzara y que a su debido momento les soltara la frase clave “¿será que podemos arreglar esto de otra manera?”, todo con tal de no pagar una estrambótica multa. “Eso no falla”, aseveró.

Luego de subir a pie hasta mi casa para dejar el melón y el saco de falsificación de leche (que hoy en día es lo único que se consigue como sucedáneo de esta proteína y cuesta más del doble del precio regulado por el Ejecutivo nacional) tomé un taxi hasta Puente Hierro.

“Toda la maldita ciudad está rayada de amarillo...”

El taxista escuchó pacientemente toda mi catarsis mientras me hacía la carrera. La empatía fue automática puesto que también le habían remolcado el carro en esa zona, “esa grúa coñuesumadre se la pasa dando vueltas ahí pendiente de ver a quién pesca”, vociferó. Casualmente me aconsejó lo mismo que el viejecillo bonachón del abasto, llevar suficiente dinero para ablandar el corazón de aquellos despreciables fiscales de tránsito, pero además le sumó con aire siniestro: “Guárdate una parte del dinero en un bolsillo y el resto en el otro, saca la primera paca y les dices que eso es todo lo que tienes… que no te vean que cargas todo ese dinero porque te lo arrancan de las manos, son unos lambucios esos hijueputas”.

Así lo hice, me apertreché de cientos de miles de cochinos bolívares que servirían para alimentar tan sólo uno de los tantos vicios que hacen que este país no funcione, además de los “40 años de puntofijismo”, por supuesto.

Llegué al centro de Caracas y observé un cementerio de vehículos custodiado por cinco o seis funcionarios de Tránsito Terrestre adonde llegaban decenas de grúas con carros remolcados que eran estacionados sin la menor delicadeza, es decir, a los coñazos. “Así habrán traído al mío, ¡coñuesumadre, no joda, qué arrechera, pana!”, testifiqué en mi pensamiento.

Pasé a un cuchitril con un ventilador vetusto que esparcía vapor por toda la habitación y me entrevisté con el segundo a bordo en aquel aquelarre de burócratas, deduje que estaba por debajo de lo que conocemos como “el chivo que más mea”. Era un tipo alto y desgarbado que me pidió los papeles del vehículo, escudriñó en una paca de hojitas arrugadas (presuntas multas) y me dijo que la causal del remolque fue que estaba estacionado en un rayado amarillo. ¡Qué bolas!

Hasta ahí llegó mi paciencia, mas no mi educación, y le espeté: “Coño, pero si toda la maldita ciudad está rayada de amarillo, ¿por qué remolcan justamente ahí, en una calle donde no pasa nadie y además no está indicado en ningún lado que es zona de remolque? En vez de remolcar en las avenidas principales que están decoradas de amarillo por todos lados, los carros se paran donde les da la gana y obstaculizan el paso contribuyendo a que se generen colas en toda Caracas y blah blah blah”.

Aquel sujeto inconmovible no respondió mientras estudiaba mis documentos, haciendo que mi aspaviento reflexivo fuese tan inútil como engominarte la rebelde melena para verte decente en una entrevista de trabajo cuando lo que en realidad necesitas es un buen corte de pelo.

Se detuvo largo rato en mi carnet de periodista en el momento en que decidí calmarme y preguntarle “¿cuánto era la multa?” Era mi oportunidad para poner en práctica los consejos de vida que acababa de recibir del lusitano bonachón entrado en años y el taxista repleto de saña contra el sistema (perfecto candidato para hinchar las filas de secuestradores de mi hermoso país).

El funcionario de tránsito, sentado en su silla de plástico barato de salón de fiestas, alzó la cabeza para mirarme a los ojos mientras me extendía un papel con algo escrito en bolígrafo azul:

- Disculpe señor, pero su vehículo estaba aparcado en un rayado amarillo y en estos casos usted debe depositar en esta cuenta corriente ciento y pico mil de bolívares que corresponden a tantas unidades tributarias. Me hace el favor y me regresa el papelito cuando venga a traer el bauche del depósito, luego pasa por acá al lado para que cancele 60 mil bolívares del estacionamiento– Concluyó como si no tuviese madre.

Esa era mi ansiada oportunidad de lanzarle la carnada, mi chance de arrojarle un tobo lleno de comida podrida y maloliente como en un chiquero de cochinos, era el momento de sacar el fajo de billetes y pasárselo por la nariz para que se babeara sobre su uniforme inmaculado que tantas veces ha de manchar con la saliva de la codicia y el dinero mal habido.

- Yyyy… ¿no podemos arreglarlo de otra manera? – Pregunté intentando dibujar una media sonrisa que dejara entrever que en mi bolsillo derecho tenía un jugoso soborno que me evitaría hacer una cola de banco en Parque Central y que para él significaría un pollo en brasas con hallaquitas, yuca, guasacaca, Pepsi de dos litros una caja de cigarros, un yesquero y cuatro cervecitas bien frías para mitigar el cansancio de una ardua jornada de trabajo.

Acto seguido me sorprendo a mí mismo haciendo la cola en el banco con toda la arrechera del mundo contenida en mi pecho y en mi estómago (debo decir que mi medicina para la gastritis estaba en el carro cuando fue remolcado) y preguntándome ¿qué salió mal?

No me canso de pensar en que fue el carnet de periodista lo que intimidó a aquel oficial de tránsito terrestre, haciéndole creer que mañana su foto ocuparía la primera plana del diario El Hocicón de Pelotillehue, pero lo que sí es cierto es que este nuevo y enigmático capítulo de la cotidianidad caraqueña solamente puede ser explicado con preguntas:




¿Existirían las colas si los fiscales de tránsito de esta podrida babilonia remolcaran eficientemente a todos los vehículos que se estacionan en el rayado amarillo de sus más atestadas avenidas y no solamente a los pendejos que dejamos el carro en un callejón desolado?


¿Será que estos funcionarios del orden público ganan más con el negocio que tienen con el dueño del estacionamiento (que es de un particular y no del Estado) adonde traen los carros remolcados que con el sueldo que les da el petróleo, las multas de tránsito y los impuestos?

¿Será que el fantasma de Rómulo Betancourt llamó a tránsito para que remolcara mi vehículo?

¿Será que insólitamente me topé con el único funcionario incorruptible de esta ciudad?

¿Será que con el aporte que hice al fisco se mejorará la vialidad de este país o simplemente valdrá para que los funcionarios de tránsito se compren su pollito a la brasa con yuca y guasacaca y una cervecita? Sin la pepsi ni la caja de cigarros ni las otras tres cervecitas porque para nadie es un secreto que sus sueldos son realmente miserables.

Preguntas sin respuestas, sin embargo aprendí que es preferible depositar el dinero de la multa que completar el sueldo de un funcionario público al fortalecer los vicios y vagabunderías que venimos arrastrando por más de “40 años de puntofijismo”.